jueves, 2 de julio de 2015

OLVIDE OLVIDARTE: Capitulo 2

Capitulo 2

Como dueña y responsable de la empresa, Bárbara siempre era
la última en abandonar las dependencias. Desde el primer día
que abrió el taller de costura, las mujeres que trabajaban con él
seguían siendo las mismas. Llevaban juntas veintitrés de los
veinticinco años que Bárbara había vivido en España, y eso le
gustaba. Apreciaba la fidelidad.

Carla apareció en su vida unos años después. La primera
vez que la vio fue un día en que ésta entró para preguntar sobre
el cartel que colgaba en el escaparate indicando que necesitaban
costureras. Aquel día, tras hablar con Bárbara, prometió volver
para hacer una prueba. Regresó a los dos días y catorce años
después seguía con ella. Con el tiempo se había ganado la confianza
de Bárbara y se había convertido en su mano derecha. Juntas
habían viajado por España para participar en los desfiles de
las diversas ferias de novias.

La vida había sido amable con Bárbara. Tenía un marido
maravilloso y tres hijos que la adoraban. Pablo, Lali y Beatriz.
Pablo, Poli para la familia, tenía veinticuatro años y era un
loco de la informática, como su padre. Tenía novia e incluso
planes de boda. Algo que a Lali, con veintidós años le horrorizaba.
Para ella los estudios eran lo primordial. No soportaba los
imprevistos. Tenía claro que sería empresaria, como su madre.
Era alguien a quien le gustaba tenerlo todo controlado. Beatriz,
Bea, a la que sus hermanos habían bautizado como «la llorona»
porque desde pequeña había aprendido que llorar le
proporcionaba beneficios, era una jovencita de quince años con
la edad mental de siete. Una vez un coche se saltó un stop y la
atropelló. Aquello hizo que sus padres formasen una piña
alrededor de ella. Ahora, a pesar de los años que habían
transcurrido, les resultaba difícil dejar de comportarse así con
ella.
Beatriz todavía iba al colegio, Pablo trabajaba y Lali estudiaba
empresariales en la universidad. Todos habían ido al
Liceo Americano. Sus padres decidieron que los niños aprenderían
los dos idiomas desde pequeños. Así, cuando iban de vacaciones
a Estados Unidos, podían comunicarse sin problemas.
Faltaban unos días para la celebración del decimosexto
cumpleaños de Bea y, como siempre, la Llorona montó uno de
sus mejores numeritos para conseguir sus propósitos. Quería
una fiesta con sus colegas en el garaje de casa y al final le tocó a
Lali ocuparse de todo. Sus padres tenían una cena y bajo su
punto de vista ¡se la merecían! Por eso, lo mejor que pudo,
intentó ocuparse de la pandilla de adolescentes ruidosos que se
le juntaron en el garaje.
A las once de la noche la música tronaba para disgusto de
Lali. Pero intentó aguantar. Era la fiesta de su hermana. De vez
en cuando bajaba para ver qué tal marchaba todo y, en uno de
esos viajes, sorprendió a un grupo de muchachos fumando tranquilamente.
Al verla escondieron sus cigarros. Eso la hizo sonreír
y, entonces, decidió pasar por su lado como si no se hubiera
dado cuenta.
En un lateral del precioso jardín, vio a su hermana con un
chico que sabía que le gustaba. Las miradas de ambas se cruzaron
y, con una sonrisa, Lali le transmitió tranquilidad. Encima
de una silla del garaje estaban todos los regalos. Discos
compactos, un par de sudaderas, bisutería, varios libros,
etcétera.
Lali se acercó hasta la mesa donde estaba la comida y
la bebida. Mentalmente, mientras miraba la mesa, pensó en
reponer patatas, sándwiches, bebidas y hielo. Intentó recoger
todos los platos vacíos pero, al ser tan voluminosos, se le caían.

¿Te ayudo? —oyó a su espalda.

Sin apenas mirar quién le hablaba, contestó rápidamente.

Sí, corre. Recoge los platos naranjas, que se me caen.

El muchacho, con destreza, cogió los platos al vuelo.

Gracias —sonrió Lali, mareada por aquella música ratonera.

De nada —respondió el chico y mirándola señaló—: ¿Los
llevamos a alguna parte?

Lali asintió. Una pequeña ayuda le vendría de lujo por lo
que, volviéndose, señaló:

Sígueme, los dejaremos en la cocina.

Al entrar, Lali dejó en la encimera todo lo que tenía en las
manos e indicó al muchacho que hiciera lo mismo.

De nuevo te doy las gracias —repitió mirando a aquel chico
moreno e intentando recordar dónde le había visto antes—.
Puedes regresar a la fiesta. Cuando llene los platos iré bajándolos
poco a poco.

El muchacho, encantado por la tranquilidad que allí se respiraba,
dijo:

No me importaría ayudarte. —Al ver su mueca, murmuró
con una sonrisa—: Te lo digo en serio. —Y tendiéndole la mano
dijo sorprendiéndola—: Me llamo Peter, encantado de volver a
verte.

Extrañada por la madurez del chico al presentarse, tendió su

Lali, soy la hermana de Beatriz, y la encargada de que no
os falte nada de nada. ¿Ya habías venido alguna vez a casa verdad?
Él, divertido, asintió—. Es que me suena tu cara, pero no
sé quién eres.

Creo que nos hemos visto durante muchos años —contestó
éste sentándose junto a ella en el taburete de la cocina, mientras
abría un paquete de pan de molde para hacer sándwiches.

Aquello atrajo completamente la atención de Lali, que, por
más que pensaba, no le ubicaba. Era moreno, de ojos negros y
parecía un pelín mayor que Bea, aunque no mucho.

El caso es que tu cara me suena un montón —repitió Lali,
mientras untaba mantequilla en las rebanadas.

Te daré pistas de quién soy —sonrió—. Hace poco fui a la
tienda de tu madre.

¿Has estado en el taller de mamá? —preguntó dejando de
untar mantequilla en una rebanada de pan para mirarle nuevamente
a los ojos, cosa que a él le encantó.

Divertido, asintió y dejó escapar con una encantadora
sonrisa:

La última pista que te daré es que mi hermana se casa dentro
de una semana.

Al oír aquello Lali abrió la boca y Peter soltó una carcajada
al ver la cara que ponía.

¿Euge? —preguntó alucinada y, al ver que él asentía, dijo—:
¡Claro! Eres Peter. Pero bueno, cómo has crecido. El recuerdo
que tengo de ti es el de un niño. ¡Madre mía! ¡Cómo pasa el
tiempo!
Al ver que ella se ponía a untar mantequilla de nuevo, hizo lo
mismo y contestó:

Por suerte para algunos el tiempo pasa. Yo aún recuerdo
cuando tú y las demás chicas ibais a casa a estudiar con mi
hermana.

Sí —suspiró ella—. ¡Qué tiempos!

Tras un breve silencio, fue el muchacho quien habló.

Ahora, cuando pienso que Euge se marcha el mes que viene
a vivir a Los Ángeles me da una pena tremenda. Pero claro,
Nico trabaja allí.

Lali asintió y al pensar en lo mucho que ella la iba a añorar
también murmuró:
No he olvidado lo enamorada que regresó a España tras
conocer a Nico durante unas vacaciones que pasasteis en casa
de tus abuelos. Es más, me dijo: «Lali, he conocido al hombre
de mi vida, el que me va a cuidar hasta que me muera».

Ambos sonrieron. Euge era tremenda.

Nico es un buen tipo y estamos seguros de que cuidara
bien de ella, aunque tampoco dudamos de que le volverá loco en
poco tiempo —comentó entre carcajadas y haciendo reír a
Lali—. Mi padre dice que cualquier día nos encontraremos a
Nico en la puerta de casa para devolvérnosla.

Los padres de Euge y Peter se conocieron en unas vacaciones
en las que ambos coincidieron en Santa Fe. Ella era una
niña rica española y él, un médico de Oklahoma. Tras siete
meses de relación decidieron casarse y vivir en España, donde
Anthony Thorton Muskrats abrió su propio centro médico. En
Oklahoma, él ya trabajaba en la clínica que su padre Patrick y su
tío George habían inaugurado años atrás.

¿Qué tal están tus abuelos, Patrick y Aiyana? —preguntó
Lali mientras reía por lo que acababa de escuchar—. Recuerdo que cuando venían a España, siempre iban a ver a mis padres y viceversa.

Como dice la bisabuela, ¡como unos bisontes!

Aquello les hizo sonreír de nuevo. Para Peter recordar a sus
abuelos y a su bisabuela, a la que adoraba, era tocarle el
corazón. Con ellos había estado parte del tiempo que había pasado
fuera de España. Tras mirar a Lali, continuó:

Están como locos porque volvamos por allí. Y ahora se
muestran encantados al saber que Euge vivirá cerca. De todos
modos, ya los verás a todos el día de la boda.

Lali dejó de untar mantequilla y le miró. Sabía que Euge
llevaba meses intentando convencer a su bisabuela Sanuye para
que acudiera a la boda.

¿Habéis convencido a la bisabuela para que venga? —preguntó
con curiosidad.

No. Nunca la convencerán —sonrió Peter al cerrar los ojos y recordar a su bisabuela.

Durante los años que había estudiado en Oklahoma, Peter
había compartido muchos días con ella. Una mujer india de
setenta y cinco años llamada Sanuye, que en lengua miwok significaba
«nube roja al atardecer». Muchas habían sido las
noches de maravillosa luna llena o menguante que su abuela
compartió con él. Sanuye adoraba a su bisnieto Peter, al que
cariñosamente, desde el día de su nacimiento, había bautizado
como Amadahy. Era un nombre de la tribu cherokee que significaba
«agua del bosque». Durante sus conversaciones, Sanuye
le contó cómo una mañana de cielo rojo un joven de la tribu
cherokee apareció en su vida. Le relataba, todavía con pasión y
una dulce sonrisa en la boca, cómo le cautivaron sus ojos negros y su mirada felina.
Aquel joven cherokee la hizo más tarde su
esposa y se la llevó a vivir junto a otros cherokee.
Aunque el bisabuelo Awi Ni’ta, «Ciervo Joven» en lengua
cherokee, había muerto años atrás. Sanuye, su bisabuela,
siempre le contaba que fue muy feliz el día que nació él, su
Amadahy, y comprobó cómo de nuevo aquellos ojos negros y
aquella mirada felina volvían a estar vivas en él. Un ligero
empujón por parte de Lali sacó a Peter de su mutismo y,
mirándola, sonrió al escucharle.

Ya decía tu hermana —e imitándola, dijo—: «La abuela
Sanuye nunca se subirá en un pájaro que antes no haya comido
de su mano».

Ambos comenzaron a reír a carcajadas, hasta que Bea entró
en la cocina.

¡Vaya! Venía yo a preparar justo lo que estáis haciendo.

Aún con la sonrisa en los labios, Lali contestó.

Pues ya estamos nosotros en ello. —Y señalando a Peter,
comentó—: Y como verás, tengo ayudante.

Lo hago encantado —dijo éste tras el comentario.

Cinco minutos después, Lali le dijo a Bea:

¡Toma! Llévate esta cubitera con hielo y estos refrescos.
Ahora, en cuanto termine esto, lo bajo. —Luego, mirando a
Peter indicó—: Si quieres bájate con los demás. Yo terminaré lo
que queda.

Al ver que Bea salía disparada, cargada de bebidas, éste
murmuró:

No te preocupes, me gusta ayudarte y… hablar contigo.
Lali dejó por un momento lo que estaba haciendo y le miró
extrañada.

¿No te diviertes en la fiesta?

Tras un sonoro suspiro, Peter se apoyó en el quicio de la
puerta y se sinceró.

No está mal. La mayoría son amigos de toda la vida, pero a
veces creo que se comportan como críos.

Divertida por aquel comentario, Lali preguntó.

¿Cuántos años tienes, Peter?
Diecisiete, pronto dieciocho. —Y clavando sus oscuros ojos
negros en Lali, que sin saber por qué se puso nerviosa,
prosiguió—: Y según mi manera de ver la vida, la edad no da
experiencia. Eso es algo que se adquiere de la cordura y del
saber aprender —dijo sorprendiéndola.
Pues no te entiendo —le espetó ella sin profundizar en el
asunto—. Son gente de tu edad. Sus conversaciones y necesidades
serán más o menos las mismas.

Aquel comentario hizo sonreír a Peter, mientras Lali se
tensaba. ¿Qué le pasaba con aquel crío?

Mis prioridades, y mi manera de ver la vida son muy distintas
de las de ellos —respondió el muchacho mientras tomaba
un trozo de pan—. Creo que se debe a la educación que he recibido
de mis abuelos. Por cierto, ¿sería muy indiscreto preguntarte
cuántos años tienes tú?

Lali, apoyándose en la encimera, le miró y contestó:

Veintidós, como tu hermana. Y sí…, eres un poco
indiscreto.

Al oír su respuesta, Peter sonrió y dejando descolocada a
Lali preguntó.

¿Sales con alguien?
Ella, tras soltar una carcajada, cogió el bol de patatas.

Eso, Peter, sí que es indiscreto.

Y sin responderle abrió una bolsa de patatas y la volcó en el bol.

¿No me vas a contestar? —insistió el chico.

Incapaz de entender por qué la mirada de aquel muchacho la
ponía nerviosa, se volvió y, con voz nada amable, dijo:

¡Pues no! No te voy a responder, y menos sobre algo que,
particularmente, creo que no te interesa.

Tras unos segundos de silencio, fue Peter el que habló.

Tienes razón. Te pido disculpas por mis preguntas. —E,
intentando quitarle importancia al asunto, bromeó—: Creo que
Euge me ha convertido en un cotilla. ¡Discúlpame!

Disculpado —respondió ella.

En ese momento entraron por la puerta su hermano Poli y
Marta, su novia. Minutos despues todos bajaron al garaje donde

rieron, bromearon y lo pasaron bien.

Continuará...

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