CAPITULO 9
A
la mañana siguiente, todos estaban felices, mientras unos
payasos
que iban arrancando sonrisas por las habitaciones del
hospital
llegaron hasta la de Samantha, que sonrió
ampliamente.
Por
su parte, Alfred y John, los orgullosos hermanos, se
peleaban
por coger en brazos a la pequeña que les miraba,
mientras
bromeaban haciendo reír a su madre y a su padre con
las
cosas que decían. Más tarde apareció el huracán Joanna, la
mejor
amiga de Samantha, que se puso a dar gritos de satisfacción
al
ver a aquella preciosa muñequita en brazos de su madre.
La
habitación de Samantha se convirtió en una estancia muy
visitada.
Joanna invitó a Estela y a Lali a bajar a la cafetería del
hospital
para tomar un café y charlar un rato.
—¿Cómo
va el trabajo, Lali? —preguntó Joanna.
—Muy
liada. Tremendamente liada.
Estela,
con una sonrisa, la miró y haciéndole un gesto cómplice
a
Joanna dijo:
—No
ves lo delgada que está. No debe de comer casi nada.
—No
te preocupes por eso, mujer —rió Joanna—. Las chicas
de
hoy en día están todas así. Les gusta cuidarse y hacen muy
bien.
Cuanto más se cuiden ahora, mejor. —Y mirando a la
mujer,
señaló—: Por cierto, he de decirte que tu hija desearía
que
te quedaras todo el tiempo que puedas con ella. Es más, le
encantaría
que vendieras la casa de San Diego y te mudaras a la
suya.
—Mi
hija está loca —rió la anciana—. De momento me
quedaré
aquí un tiempo para ayudarla, pero en cuanto yo vea
que
ella se maneja sola, me voy a mi casa.
—Disculpadme
un momento —dijo Joanna levantándose
para
saludar a un grupo de médicos.
La
anciana, al ver que Joanna se alejaba, dijo mirando a su
nieta:
—¿Te
has dado cuenta de hasta dónde le llegan las orejas?
—¡Abuela!
No seas cotilla y criticona —dijo Lali intentando
disimular
la risa.
—No
es por cotillear, hija, pero me parece penoso que
Joanna
no acepte que los años pasan por ella y por todos. ¡No
ves
qué pintas lleva!
Lali
volvió a contener la risa. Realmente, el caso de Joanna
llamaba
la atención. Se empeñaba en parecer siempre una veinteañera,
cuando
ya había cumplido los cincuenta.
—Ella
lo acepta a su manera, abuela.
—Pero
si cualquier día se le van a juntar las tetas con la
barbilla.
—¡Abuela!
—gritó Lali, y al ver que se volvía dijo—. ¡Cállate,
que
viene!
Acompañada
por un doctor, Joanna se acercó a la mesa.
—Estela,
lali, os quiero presentar a Henry Bertinson, jefe de
cirugía
plástica del hospital y un excelente amigo.
—Encantada
—comentó Estela ofreciéndole la mano. Lali
hizo
lo mismo.
—Si
alguna vez necesitáis algún retoque, ya sabéis a quién
tenéis
que ir a buscar —rió Joanna, de manera escandalosa,
divirtiéndolas.
El
médico se sentó a hablar con ellas hasta que le sonó el
busca
y, tras disculparse, se alejó, aunque antes pasó por otra
mesa
donde varios médicos se unieron a él.
Tras
un rato de charla mortificante por parte de Joanna, que
les
explicó cómo se realizaron sus operaciones de pecho y el
estiramiento
de la cara, Estela optó por volver a la habitación de
Samantha,
que en ese momento se encontraba dando de mamar
a
la pequeña Estela. Media hora después el huracán Joanna
desapareció
con el mismo ímpetu con el que había llegado.
—¿Cómo
la aguantas, hija? —preguntó la mujer, que todavía
sonreía
por las cosas que Joanna les había contado.
Samantha,
muy guapa, con su pelo rubio sujeto en una cola
de
caballo, contestó a su madre.
—Mamita,
Joanna es encantadora. Lo que pasa es que tú
sólo
ves su exterior, pero te puedo asegurar que tiene un fondo
excelente
y que es una amiga superior.
—Si
tú lo dices —respondió Estela, volviendo toda su atención
hacia
su nieta.
Sonó
el teléfono de la habitación. Era Bárbara, desde
España.
Habló un largo rato con Samantha, que le contó cómo
se
encontraban ella y la niña. Luego habló con Estela y, finalmente,
con
Lali. Ésta, tras colgar, anunció que se marchaba.
Tenía
que sacar a pasear a Spidercan.
Tras
repartir besos se alejó sonriente hacia el ascensor. Su
abuela
se quedaba con su tía, y así Clarence, que ya se había ido,
descansaría
en casa.
Cuando
llegó al ascensor y vio la cantidad de gente que había
esperándolo,
optó por bajar las escaleras. Sólo eran cinco pisos.
Con
tranquilidad, comenzó a hacerlo pero, de pronto, aparecieron
unos
jovencitos corriendo y uno de ellos, al pasar a su lado,
la
empujó. Lali rodó escaleras abajo, haciéndose daño en un pie
y
en la espalda.
Con
rapidez la gente se arremolinó a su alrededor. Lali y
otra
señora se habían caído y esta última se había roto un brazo.
Con
la ayuda de varias enfermeras, Lali, mareada, se sentó en
una
silla de ruedas y fue trasladada a una sala, donde verían qué
le
había ocurrido.
—Joder…
joder… qué mala suerte —susurró, fastidiada, al
ver
el tacón roto de su sandalia y el bulto que le estaba saliendo
en
el tobillo. Mirando a una de las enfermeras, dijo—: Por favor,
podríais
avisar a mi abuela. Está en la habitación 506. Su
nombre
es Estela Pickers.
—No
te preocupes, seguro que sólo es un esguince
—comentó
la enfermera que le quitaba la sandalia, mientras
otra
salía para avisar.
Lali
continuaba mirándose el pie cuando notó la presencia
de
dos personas más en la sala.
—¿Qué
ha ocurrido? —preguntó uno de los médicos.
Molesta,
dolorida y enfadada, Lali respondió mientras
seguía
observando su tobillo hinchado.
—Pues
que unos inconscientes me han tirado por las escaleras.
Dios…
cómo me duele el tobillo —gruñó Lali.
—Eran
unos chicos —informó la enfermera—. Debían de
bajar
por las escaleras haciendo el loco y han tirado a dos personas.
A
ella sólo, le duele el tobillo, la otra se ha roto el brazo y se
encuentra
en la otra sala.
—Yo
me ocupo de esta paciente —dijo uno de los médicos y,
agachándose,
comenzó a observar el tobillo de la muchacha, que
se
quejaba de molestias.
Sumida
en su dolor, Lali se acordó de pronto de que aquel
fin
de semana tenía que trabajar en la boda de Roberta y Carlos
y,
sin poder remediarlo, dijo tapándose los ojos:
—¡Mierda!
Con todo el trabajo que tengo. ¿Cómo me ha
podido
ocurrir una cosa así?
—Pues
muy fácil, Lali —respondió el médico que, agachado,
le
inspeccionaba el pie—. Estas cosas ocurren cuando menos te
lo
esperas.
Al
darse cuenta de que aquel médico la llamaba por su
nombre,
se fijo en él y su gesto torcido de dolor se transformó
durante
unos segundos en sorpresa. Le conocía.
—¿Peter
Thorton? ¿Eres tú?
Con
una sonrisa más arrolladora que un tren de mercancías,
éste
la miró y dijo:
—Sí,
señorita. Soy Peter, el hermano de tu alocada amiga
Euge.
No
se lo podía creer. ¡Encontrarle allí, tras diez años! Balbuceó
como
pudo:
—Pero
¿qué haces aquí?
—Ves
esta bata blanca y esta identificación —dijo él tocando
la
insignia que colgaba del bolsillo izquierdo de su bata—. Soy el
doctor
Peter Thorton, jefe de urgencias de este hospital.
Lali
se quedó muda. Aquel hombre moreno y de mirada profunda
que
tenía ante ella era Peter, el muchacho al que diez
años
atrás ella había llamado «crío».
—Estoy
trabajando. Salía de tomar algo de la cafetería
cuando
nos percatamos del incidente y Carlos —señaló al
médico
que atendía a la otra señora en la otra sala— y yo vinimos
a
ver lo que pasaba.
—Oh…,
Peter —dijo ella dejando la cara de sorpresa para
nuevamente
volver a poner la de dolor—, me duele muchísimo
el
tobillo y también aquí —dijo señalándose en la espalda.
Al
oír aquello éste frunció el cejo y levantándose tocó donde
ella
le indicaba.
—¿Aquí?
—Ella asintió—. Veamos, necesito que te pongas
boca
abajo y te quites los pantalones.
Al
oír aquello, ella se quedó sin respiración y, mirándole a
los
ojos, preguntó:
—¿Para
qué quieres que me quite los pantalones?
—Pues
para verte la espalda e intentar saber por qué te duele
—respondió
él intentando no reírse.
Convencida
de que era lo mejor, se quitó lentamente los
vaqueros
y con la ayuda de él se tumbó en la camilla boca abajo,
muerta
de vergüenza.
—Muy
bonito —dijo él, de pronto, dejando a Lali totalmente
desconcertada.
—¿Muy
bonito el qué? —gruñó ella mirándole desafiante.
—El
cardenal que te está saliendo al final de la espalda
—respondió
él cada vez más divertido.
Tras
examinar la zona que ella le había señalado, éste dijo
separándose
de ella:
—Ya
puedes vestirte. —Con rapidez y dolor se puso los
vaqueros—.
Te va a doler la espalda durante unos días por el
golpe,
pero no veo nada grave, a excepción del enorme hematoma
que
te está saliendo donde la espalda pierde su casto
nombre.
Para eso te recetaré una pomada que tendrás que aplicarte
con
un pequeño masaje por lo menos cuatro veces al día.
Al
ver la cara de circunstancias que ponía Lali, sonrió.
Habían
pasado diez años desde la última vez que hablaron, pero
poco
había cambiado. Estaba tan guapa como siempre.
—En
el tobillo tienes un magnífico esguince que te obligará a
guardar
reposo con el pie en alto por lo menos ocho días con la
venda
de compresión que te he puesto. Pasado ese tiempo,
vuelves
aquí y lo vemos. De momento, te recetaré unos
antiinflamatorios.
—¿Ocho
días? —dijo ella sin creérselo—. Imposible. Mañana
tengo
que trabajar y dentro de cuatro días tengo que estar en
Chicago.
—Pues,
señorita —dijo Peter rellenando unos papeles—,
creo
que o te curas bien el esguince o tendrás muchos problemas
con
ese tobillo. Además, tu médico soy yo y digo que
tienes
que guardar reposo.
En
ese momento se abrió la puerta y su abuela Estela entró.
Se
la veía asustada.
—Lali,
cariño, ¿qué te ha pasado?
—Tranquila,
abuela, no ha sido nada. Sólo una caída tonta.
No
te preocupes —dijo al verla entrar tan nerviosa.
—Tranquilícese
—comentó Peter sentando a la mujer en
una
silla—. No se preocupe, Lali está bien. Lo único que tiene
que
hacer es reposo.
—Pero
¿qué ha pasado? —volvió a preguntar la abuela.
—Se
ha caído y se ha hecho un esguince en el pie. También
tiene
un fuerte golpe al final de la espalda —dijo el doctor a la
mujer.
—Eso
es el culo, ¿verdad? —preguntó su abuela sin
miramientos.
—¡Abuela!
—gritó Lali para reprenderla.
Peter
no pudo reprimir una sonrisa al ver la mirada que
Lali
le había echado a su abuela, que ya se había levantado para
dar
un beso en la mejilla a su nieta.
—Efectivamente,
señora, es el culo —asintió éste ganándose
una
mirada de reproche de Lali.
—¿Te
duele, cariño? —preguntó la anciana.
Avergonzada
por todo, asintió y, con gesto de desesperación,
dijo:
—¿Qué
voy a hacer, abuela? Este fin de semana tengo
trabajo.
—Pues
Tony tendrá que ocuparse de todo —comentó juiciosamente
Estela—.
Estas cosas ocurren, cariño. Ahora lo
importante
es que tú te repongas. —Y mirando a Peter, que las
observaba,
comentó—: Entonces, doctor, lo que tiene es un
esguince
y un fuerte golpe ahí, ¿verdad? —dijo señalando el
trasero
de Lali.
—Sí
—volvió a reír él al ver de nuevo su cara—. Tiene que
obligar
a Lali a que se esté quieta durante unos días. Un
esguince
mal curado es un problema para toda la vida.
—Abuela,
¿te acuerdas de Euge, mi amiga?
—Sí.
La de las preciosas gemelas —sonrió Estela al recordar
a
aquella chica que tanto le agradaba.
—Pues
Peter —dijo señalando al doctor— es su hermano,
Peter
Thorton.
—Encantada
—asintió ésta ofreciéndole la mano—. Hijo, disculpa
si
he venido acelerada, pero cuando han llamado para
decirme
que Lali estaba en urgencias, casi se me sale el corazón.
—No
se preocupe, su nieta saldrá de ésta —respondió él
sonriente.
Al
ver cómo su abuela miraba al médico, Lali dijo con
rapidez:
—Abuela,
llámame a un taxi. Dejaré el coche aquí, en el
aparcamiento.
—No
te preocupes, yo te acompañaré a casa —dijo la
mujer—.
Y cuando te meta en la cama, regresaré aquí con Samantha.
Mañana,
en cuanto llegue Clarence, me iré a tu casa para
ayudarte.
Lali
sonrió. No quería que su abuela fuera de acá para allá
como
una loca, por tener que atenderla, así que mirándola a los
ojos,
le susurró:
—Abuela.
Tú llama al taxi, del resto me ocupo yo, tranquila.
—Que
no… que no… —insistió la mujer—. Que yo me voy
contigo
y luego regreso, no digas tonterías.
—Abuela…
—resopló Lali.
Peter,
que las observaba, al ver cómo se miraban preguntó.
—¿Cuál
es el problema?
—Ninguno
—dijo Lali. Sin embargo, su abuela también
habló:
—¡Qué
fatalidad, hijo! Esta noche me toca a mí quedarme en
el
hospital con mi hija Samantha para que mi yerno duerma. —Y
para
aclararlo dijo—: Samantha ha tenido un bebé. Pero claro
—dijo
mirando a su nieta—, ahora no puedo dejar que esta criatura
se
vaya sola y desangelada a casa con el tobillo así.
—Abuela…,
déjalo, yo llamaré al taxi —resopló, deseando
cogerla
del cuello. La conocía y veía cuáles eran sus intenciones.
—Si
quieres te llevo yo —se ofreció Peter mirándolas a
ambas—.
Puedo llevarte a tu casa, no tengo prisa en llegar a la
mía
esta noche.
Su
abuela sonrió, pero dejó de hacerlo cuando Lali añadió:
—No,
Peter. No te preocupes, ya nos las arreglaremos.
Pero
Estela tenía claro que no pensaba callarse y, a pesar de
la
mirada que le echó su nieta, afirmó:
—A
mí me parece una idea maravillosa y genial. No eres un
desconocido.
Creo que es una idea excepcional. ¿Qué mejor
compañía
que la de un doctor?
«Me
las pagarás», indicó Lali a su abuela con la mirada,
antes
de decir:
—Que
no es necesario. No liéis más las cosas, por favor.
—¡Tú
te callas! —dijo de nuevo su abuela.
Y
volviéndose hacia Peter, la anciana comenzó a hablar con
él.
Lali les miraba y veía cómo su abuela hablaba y hablaba y
Peter,
con toda la paciencia del mundo, la escuchaba y sonreía.
¡Qué
pesada podía llegar a ser esa mujer!
Mientras
los observaba hablar, se fijó más en Peter. Su
cuerpo
se había ensanchado y ahora era más varonil, pero su
cara,
su mirada y su sonrisa seguían siendo las mismas. Estaba
sumida
en sus pensamientos cuando oyó a la anciana decir:
—Pues
ya está decidido. Peter te llevará a casa y sacará a
Spidercan.
—Y, tras darle un beso a su nieta, añadió—: Hasta
mañana,
cariño. Te dejo en buenas manos.
Sin
mirar atrás, la mujer salió de la sala dejando a Lali totalmente
alucinada.
Sin embargo, volvió en sí al notar que Peter la
tomaba
del brazo para bajar de la camilla.
—De
verdad, Peter, que estoy bien, olvida lo que te ha dicho
la
lianta de mi abuela. Llamaré a un taxi y ya está —dijo mientras
bajaba
de la camilla. Pero su gesto se torció al rozar su pie
con
el suelo.
—No
voy a seguir hablando de esto y no seré yo quien le lleve
la
contraria a tu abuela —aseguró él mientras se quitaba la bata
y,
cogiendo una silla de ruedas, dijo—: Siéntate aquí, y que
sepas
que esto lo hago porque eres amiga de mi hermana. Por lo
tanto,
cállate. Te llevare a tu casa y sacaré a ese perro tuyo a dar
un
paseo. Y ahora no te preocupes por nada.
Resignada
ante aquella situación que podía con ella, se sentó
en
la silla de ruedas, dejó que Peter pusiera sobre ella dos
muletas
y suspiró, mientras éste avisaba a Carlos de que se
marchaba.
Su turno había acabado hacía una hora.
Otroooo :)
ResponderEliminarSubi otroooooo massss
ResponderEliminarJajajjajjaa,Peter sigue sonriendo .
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