CAPITULO 4
Las
puertas de llegadas de pasajeros del aeropuerto de Barajas
se
abrían y cerraban continuamente. La gente se movía con rapidez
y,
de pronto, apareció Cande. Lali, feliz, comenzó a saltar
hasta
que sus miradas se encontraron. Ambas corrieron para
fundirse
en un cariñoso y profundo abrazo. Una vez pasada la
euforia
inicial, se dirigieron al parking para coger el coche y
marcharse
a casa de Lali, donde Cande se alojaría aquellas dos
noches.
Después de la boda iría a casa de su padre para disfrutar
de
la compañía de Marlene, su hermana pequeña.
—¿Estas
más delgada? —comentó Cande a su amiga mientras
ésta
conducía.
Al
escucharla, Lali gesticuló y dijo:
—Son
las mechas, me afinan la cara.
—Pues
ahora que lo dices —rió—, puede que sea eso, aunque,
para
ser justos, a ti nunca te sobró un kilo.
Divertida
por el comentario, Lali sonrió antes de decir:
—Qué
buena amiga eres.
—Te
lo digo con sinceridad. Ya sabes que yo no soy precisamente
de
las que mienten.
—Ya
lo sé —respondió Lali.
Si
algo tenía claro era que su amiga era de las que llamaban
al
pan, pan, y al vino, vino.
—¿Ha
llagado ya Rocío? —preguntó Cande echándose la
melena
hacia atrás.
—Sí.
Llegó ayer. Quería venir conmigo a recogerte, pero su
hermano
Miguel necesitaba que le acompañara para hacer unas
gestiones.
—Y mirándola, finalizó—: Le dije que fuera con él. Al
fin
y al cabo nosotras estaremos juntas todo el día en la boda.
Al
escuchar aquello, Cande aplaudió y sonrió encantada.
—¡Qué
emocionante! ¡Nuestra cherokee se casa! —Ambas
rieron—.
¿Cómo está la loca?
—Tú
lo has dicho. ¡Enloquecida! Anoche me tuvo hasta las
tantas
al teléfono y le prometí que iríamos pronto a su casa.
—¡Genial!
—asintió Cande. Mirándola de nuevo preguntó—:
Por
lo demás, ¿alguna novedad?
Tras
un suspiro, que no presagiaba nada bueno, Lali
comentó:
—Mery
acudirá acompañada de Bernard.
—¿En
serio? ¿Sus padres no dirán nada?
Encogiéndose
de hombros, Lali respondió, mientras
llegaban
a su destino:
—Mira,
chica, no tengo ni idea. Euge me comentó anoche que
Mery
había dicho que tenía que contarnos algo. Y tú, ¿alguna
novedad?
—Nada
nuevo. —Y tras un suspiro dijo—: Agus, mi vecino,
sigue
colgado por otra y no me hace ni caso. Sinceramente, Lali,
no
puedo competir con las dos tetorras que tiene —se mofó
señalándose
a sí misma. Cande era lisa como una tabla.
Mientras
descargaban la maleta que ésta traía y, reían por el
último
comentario, oyeron una exclamación.
—Por
Dios bendito, ¡han llegado!
Al
mirar hacia arriba, Cande y Lali pudieron comprobar
que
la que gritaba como una loca era Rocío, acompañada por
Bea,
la Llorona. Pocos minutos después, se podía oír el griterío
y
las risas de todas ellas. Juan, el padre de Lali, disfrutaba al
verlas.
Y por más que las miraba le parecía que había sido ayer
cuando
aquellas jovencitas jugaban con las muñecas en el jardín
trasero
de la casa.
Una
hora después, Cande, Rocío y Lali se marcharon a la
casa
de Euge cargadas con sus vestidos.
—¡Virgencita!
—comentó Rocío—. ¿En serio que Mery ha
dicho
que nos tiene que contar algo?
—Eso
dice Lali —respondió Cande.
—Yo
no —rió la mencionada—. A mí me lo dijo Euge.
De
pronto, llevándose la mano a la boca, la expresiva Rocío
gritó:
—¿Será
que está embarazada? Virgen del Rocío, ¡qué
escándalo!
Lali
y Cande se troncharon de risa al oírla y comprobar
que,
aunque Rocío vivía en Nueva York, aquella ciudad tan cosmopolita
no
la había cambiado.
—¡Madre
mía! Esperemos que no —dijo Cande.
—Qué
mal pensadas sois —murmuró Lali.
—Viniendo
de Mery siempre hay que pensar mal —comentó
Cande.
—Me
joroba pensar así —dijo Rocío—. Y más cuando todas la
queremos
mucho. Pero o le falta un tornillo o lo tiene mal
colocado.
—Por
eso creo que la queremos —sonrió Cande—. Mery
posee
un punto de locura que a todas, en el fondo, nos gustaría
tener.
—Hablando
de la reina de la locura —señaló Lali, al parar el
coche
cerca de la casa de Euge—. Decidme qué pensáis de esas
dos.
Mery
y Euge, sentadas en el escalón de entrada, fumaban
tranquilamente
un cigarro mientras tomaban el sol, sin percatarse
de
que las chicas habían llegado. Mery vestía unos
vaqueros,
una camiseta de Armani negra, unas gafas de sol que
la
tapaban media cara y su típico pelo corto y negro peinado
hacia
atrás, mientras que, a su lado, Euge lucía un conjunto rosa
chicle
de camiseta y pantalón corto, y tenía la cabeza llena de
rulos,
por supuesto rosas.
Muertas
de risa, las rodearon y, cuando estaban a menos de
un
metro de ellas, Cande dijo:
—¡Qué
bonita estampa!
El
chillido de Euge al verlas provocó las risas del grupo mientras
todas
se abrazaban felices por estar allí. Pasados los
primeros
momentos de confusión, durante los que todas
intentaban
hablar, Mery, la orgullosa madre de la novia, también
con
la cabeza llena de rulos y más histérica que ninguna,
las
metió en casa y, sin ningún resultado, intentó que se comenzaran
a
arreglar.
—¡Estoy
histérica! —gritó Euge, agarrada a Rocío.
—Pues
relájate, miarma, que el circo todavía no ha empezado
—contestó
Rocío tronchándose de risa al ver la cara que
ponía
la madre de la novia.
Encendiendo
otro cigarrillo con todo el glamur del mundo,
Mery
murmuró:
—Tienes
razón.
—Chicas,
chicas —dijo Cecilia, atrayendo la atención de las
cinco—.
Son las dos y cuarto, a las seis viene el fotógrafo. Ahora
le
diré a María que os suba los emparedados que encargué para
que
comierais, pero a las cuatro, cuando lleguen los peluqueros,
quiero
que empecéis a arreglaros.
Y
abriendo la mano, extendió un pañuelo blanco que llevaba
y,
secándose los ojos, balbuceó:
—Todas
vais a estar guapísimas.
—Venga,
mamá. —Su hija se acercó a ella para abrazarla—.
Que
como dice Rocío, «el circo todavía no ha empezado». No
llores.
Si lo haces, al final de la tarde tendrás los ojos como dos
tomates.
—Y
la nariz como un pimiento —dijo una voz tras ellas.
Al
mirar hacia la puerta de la calle, vieron entrar a Peter
junto
a su padre, Anthony Thorton. Este último, al ver a las
chicas,
se alegró y las saludó con afecto.
—¿No
me digas que tú eres Peter? —preguntó Cande acercándose
a
él.
Llevaba
sin verle desde que se marchó a Canadá, cinco años
atrás.
Peter asintió y ella le dio un abrazo. Lo mismo hicieron
Rocío
y Mery, que comentaron lo que había crecido, mientras
el
muchacho las observaba con una encantadora sonrisa en los
labios
y miraba a Lali, quien no le besó como las demás.
—Pero,
chiquillo, ¡qué alto eres! —comentó Rocío
impresionada.
Peter
sonrió. Era altísimo y la ropa de deporte que llevaba le
sentaba
muy bien. Era un chico moreno, de ondulado pelo
negro,
que poseía unos preciosos ojos oscuros que lo escrutaban
todo.
Su
padre, Anthony, dijo orgulloso para ensalzarle ante las
muchachas:
—Un
metro ochenta y nueve mide mi chaval.
Ambos
regresaban de hacer deporte. Aquella mañana al ver
el
nerviosismo de Cecilia, su mujer, y Euge, su hija, los dos
habían
decidido desaparecer de la casa e irse a jugar un partido
de
baloncesto.
—Chicas
—dijo Euge mientras abrazaba a su hermano—.
Felicitadle,
que hoy es su cumpleaños.
Tras
oír aquello, Rocío, que estaba a su lado, volvió a
besarle,
seguida de Mery y Cande. Peter, divertido, sonreía al
verlas.
Ellas también habían crecido. Aún las recordaba como a
unas
adolescentes de dieciséis o diecisiete años.
Cuando
Lali se acercó para besarle y felicitarle, él no desaprovechó
la
oportunidad de asirla por la cintura para acercarla
más
a él y oler su piel. Ella, al notar la cercanía y sin saber por
qué,
se sintió nerviosa de nuevo. Cuando se separaron, se miraron
a
los ojos durante unos segundos hasta que un grito les
sacó
de su ensimismamiento.
—¡Felicidades!
—volvió a decir Cande—. ¿Cuántos
cumples?
Sin
dejar de sonreír, Peter tuvo que hacer un esfuerzo por
apartar
la mirada de Lali y responder.
—Dieciocho.
Yo también crezco. No sólo vosotras.
—Has
estado fuera de España, ¿verdad? —preguntó Mery al
recordar
que Euge se lo había mencionado en alguna de sus
cartas
al hablar de su hermano.
—Sí.
Durante cuatro años estuve estudiando en Oklahoma,
en
Tahlequah.
—Estuvo
aprendiendo todo lo necesario para ser un hombre
con
voluntad, alguien de provecho en la vida —dijo Anthony,
orgulloso.
Ver
a su hijo convertirse en un adulto de bien era algo que su
madre,
Aiyana, y su abuela, Sanuye, le habían enseñado. Algo
que
quería que su hijo aprendiera.
—Ha
sido dura la lejanía —prosiguió Anthony—. Pero para
Peter
la experiencia con mi pueblo, los cherokee, ha resultado
positiva.
Al
oír aquello, Cecilia puso los ojos en blanco. Hablar de
aquel
pueblo indio y ver cómo les llamaban por los nombres que
la
familia de su esposo les había puesto le horrorizaba. En cambio,
a
Anthony le gustaba. Le encantaba que su madre o su
abuela
le llamaran Chilaili, «pájaro de nieve», un nombre que
sólo
utilizaba cuando viajaba con ellos. En España ese nombre
no
existía. Era algo que disgustaba a su esposa, por lo que
decidió
omitirlo, al igual que su pasado.
Peter,
al ver el gesto de su madre y la sonrisa de su progenitor,
posó
con complicidad la mano sobre el hombro de su padre
y
asintió.
—La
experiencia fue muy positiva, papá, no lo dudes.
Cecilia,
la madre, tras mirar con ojos de reproche a su marido
e
hijo, dijo:
—Basta
de hablar de esas cosas. —Y al ver que por fin había
conseguido
que todos la miraran, añadió—: Ya era hora de que
llegarais.
Anthony,
que conocía muy bien a su mujer y divertido por
los
nervios de ésta, dijo:
—Querida,
todavía faltan muchas horas para la boda. Tranquilízate
o
al final estarás agotada.
Llevándose
las manos a los rulos, ésta murmuró algo
molesta:
—Es
que no puedo con vosotros. Vuestra tranquilidad me
pone
nerviosa.
Al
escucharla, todos rieron. Si algo conocían era que Cecilia
se
ponía nerviosa por cualquier cosa, y no iba a ser menos en la
boda
de su hija.
—Mamá,
por favor —se quejó Euge.
—¡Tranquila,
Amitola! —susurró Peter haciendo sonreír a
su
hermana.
Aquel
nombre que su madre odiaba era el que la abuela
Sanuye,
la india, le había puesto el día de su nacimiento. Quería
decir
«Arco Iris».
—No
te preocupes, Amadahy —respondió ésta al oír a su
hermano.
Su padre, que adoraba que se llamaran así, sonrió.
Pero,
como siempre que mencionaban esos nombres, su
madre
resopló.
—¡Mamá!
—se quejó Euge, que puso los ojos en blanco—.
Nos
pones nerviosos a todos. —Y volviéndose hacia sus amigas
preguntó—:
¿Queréis beber algo?
Las
muchachas asintieron y se dirigieron a la cocina, mientras
Peter
marchaba a su habitación y sus padres al jardín. Una
vez
en la cocina, las chicas cogieron del gigantesco frigorífico
side-by-side
varias latas de Coca-Cola. Divertidas, salieron al
jardín,
donde se sentaron junto a la piscina cubierta, alejadas de
los
padres de Euge, que charlaban animadamente.
—¿Os
habéis traido el bañador? —preguntó Euge tras mirar a
su
madre.
Todas
negaron con la cabeza.
—Te
recuerdo —dijo Lali— que hemos venido a tu boda, no a
pasar
un día en la piscina.
—Ya
sé que hoy es mi boda. Pero ¿no os apetece un bañito en
la
piscina cubierta?
—Qué
pija eres, chiquilla —se guaseó Rocío—. ¡Qué asco!
Mira
que tener hasta piscina cubierta en casa.
—¿Y
los rulos? —señaló Cande, divertida, al contemplar la
cabeza
de su amiga.
—Bueno,
si tenéis cuidado y no me ahogáis, los rulos pueden
continuar
donde están —dijo Euge con una sonrisa pícara.
Aquel
comentario provocó las risas del grupo, y Mery, apagando
su
cigarro, contestó:
—Pues
sí. Yo sí que me daría un bañito.
—¡María!
—llamó Euge a la asistenta mexicana que llevaba
toda
la vida con ellos—. Por favor, María, ¿puede traernos unos
bañadores
del tercer cajón de la mesilla de mi habitación?
La
mujer sonrió y tras mirar a Cecilia, que en ese momento
se
adentraba en la casa aún charlando con su esposo, dijo:
—Señorita,
yo se los traigo ahorita mismo. Pero si su madre
se
entera, se enfadará muchísimo con todas ustedes.
Euge,
levantándose, le dio un beso con cariño a la mujer y
dijo:
—No
te preocupes, María. Tú tráelos, que de mi madre me
ocupo
yo.
Tras
aquel beso tan cariñoso, la mujer marchó a la habitación
de
la muchacha para coger varios bañadores y algún
biquini,
antes de volver junto a las chicas. Una vez se los pusieron
se
metieron muertas de risa en la piscina cubierta. Al principio,
sin
ruido. Luego se fueron animando y, al final, los rulos
rosas
terminaron flotando, mientras todas se hacían ahogadillas
a
diestro y siniestro. Cecilia, al oír aquel jaleo, salió al jardín.
No
dio
crédito a lo que sus ojos veían. Las chicas estaban en la piscina
comportándose
como unas locas y su hija, la novia, era la
peor.
Con gesto de enfado comenzó a andar hacia ellas, con
intención
de regañarlas y sacarlas del agua. Pero Anthony, su
marido,
le cortó el camino diciéndole que dejara que las
muchachas
se divirtieran. Era la última vez que su hija podría
hacerlo
como una muchacha soltera. Cecilia, al oír aquello,
asintió
con la cabeza y, llorando, se alejó abrazada a su marido,
que
no paraba de sonreír ante los continuos hipos de su mujer.
Pasada
más de una hora de risas, las chicas decidieron salir para
secarse.
—De
verdad, es que me parece increíble que te vayas a casar
—dijo
Cande.
—No
me lo creo ni yo —respondió Euge envolviéndose en
una
toalla.
—Personalmente,
creo que si has encontrado al hombre de
tu
vida, haces bien casándote —apuntó Rocío.
—¿Y
quién dice que Nico es el hombre de su vida? —preguntó
Mery
encendiéndose un cigarro, mientras peinaba su
pelo
corto hacia atrás con glamur.
T
odas
la miraron. Mery, alias La Tempanito y su perpetua
negatividad.
—Me
lo dicen sus ojos, su sonrisa y la manera en que me
besa
y me hace el amor —respondió Euge haciéndolas reír.
—¡Euge
Thorton! —gritó Rocío imitando a Cecilia y haciéndolas
reír
a todas—. ¿Cómo puedes ser tan inmoral y decir
semejante
barbaridad?
Mery,
con gesto divertido, dijo tras dar una calada arrastrando
las
palabras:
—Di
que sí, nena. Haces muy bien en probar el producto. Así
sabrás
que lo que compras te gusta y es de calidad.
—Pero
bueno, Mery —rió Lali—. Según lo describes, esto
parece
un mercado de carne, en vez de una boda por amor.
Mery
sonrió. Era la más experimentada de las cinco en
asuntos
de sexo y relaciones personales.
—Cielo,
cuando tú vas al mercado compras lo que te gusta,
¿verdad?
—Lali asintió—. Y si te gusta, siempre compras de esa
marca
¿a que sí? —Su amiga volvió a asentir—. Pues yo pienso
que,
a pesar de que una marca te agrada, siempre habrá otra
que
te guste más. Por eso, lo mejor es variar y no anclarse en
una
sola.
Cande
sonrió. Mery no tenía remedio.
—Quizá
tengas razón —afirmó Rocío al recordar alguna
experiencia
pasada.
Pero
al tocar un asunto que sabía que podía traer problemas,
prosiguió:
—Sin
embargo, Mery, tu vida no es muy normal que
digamos.
Por eso vas tan a menudo al mercado.
—¡Rocío!
—le reprochó Cande. Ése era un comentario de
mal
gusto.
Mery,
que no se amilanaba ante nadie, dijo al ver las miradas
de
sus amigas volviéndose hacia la que había hecho el
comentario.
—Rocío,
me sorprende lo valiente que te estás volviendo con
el
paso de los años. —Sacó su pitillera y, sentándose en la
tumbona,
se
encendió otro cigarro—. Aunque no lo creas, me alegro
de
que hayas hecho ese bonito comentario. Precisamente os
quería
contar algo respecto a Bernard, pero primero te contestaré
a
ti —dijo en tono nada conciliador, mirándola a través de
sus
gafas negras—. Mira, guapa, los reproches que tú o
cualquiera
me haga, me entran por este oído y me salen por este
otro,
por no decir una vulgaridad peor.
Rocío,
al darse cuenta de que había metido la pata, intentó
hablar.
—¡Mery!
Yo no quería que te lo tomaras en serio.
Estábamos
riéndonos y creí que…
—¡Ahora
cállate! —ordenó Mery dejándolas boquiabiertas—,
y
dejadme que os diga cómo veo yo vuestras vidas.
—Volviéndose
hacia Euge dijo—: Tu vida es casarte con un
vestido
maravilloso, estar guapa en tu día y llenarte de mocosos
que
te joroben la vida. —Luego miró a Lali—. Tu vida se
centrará
en el trabajo. Desde que el idiota de Edward se casó
con
aquella chica asturiana, no has vuelto a ser la dulce Lali.
Despierta
y date cuenta de que la vida hay que disfrutarla.
Respecto
a ti —le tocó el turno a Cande—, tu vida será muy
parecida
a la de Euge. Sólo esperas que tu príncipe azul, llamado
Agustín
O’Neill, ponga un anillito en tu precioso dedito —dijo al
recordar
al vecino que Cande mencionaba en sus cartas—.
Mientras
tanto, vives y dejas vivir. Y en cuanto a ti, mi querida
Rocío,
todavía estoy por ver qué será de tu vida. No sé realmente
qué
te gusta ni lo que buscas. Para mí eres la más enigmática.
Creo
que no te conoces ni tú, y sexualmente no sé cómo
definirte
porque...
—¿Y
tú cómo te defines sexualmente? —arremetió Lali con
dureza
tras todo lo que había tenido que oír—. ¿Cómo te definimos
a
ti? ¿Ninfómana, guarrilla o salida mental?
—¡Lali!
—gritó Euge—. Por favor, no os habléis así.
—¡Ha
empezado ella! —protestó Lali, rabiosa por haberle
recordado
su episodio pasado con Edward. Aquella historia que
tanto
la había hecho sufrir y que se había desencadenado
cuando
Amalia, una conocida, había entrado en sus vidas y se
había
quedado embarazada de Edward. El dolor que Lali sintió
al
verse traicionada por su amor fue tan grande que ella misma
se
había negado a recordar todo aquello.
—Me
parece muy mal lo que has hecho —gritó Lali a su
amiga—.
Sabes que nunca he querido hablar de aquello y tú vas
y
lo sueltas. Me parece cruel que pienses así de nosotras, cuando
nosotras,
a pesar de ser como eres, de que más de una vez nos
has
despreciado y de todo, te queremos. —Al ver las lágrimas en
los
ojos de Rocío, se enfureció más y prosiguió—. Rocío sólo
estaba
bromeando, pero tú no. Tú das donde más duele.
Cande,
acercándose, abrazó a Lali. Todas conocían a Mery
y
sabían lo cruel que podía llegar a ser. Sin embargo, también
sabían
que por ellas moría.
—Venga,
basta ya —dijo Cande tras regañar con la mirada a
Mery—.
No sigamos por este camino. No nos conviene.
Pero
Lali, nerviosa, respondió deshaciéndose de su abrazo:
—Lo
que no nos conviene es una persona como ella. ¿Por
qué
demonios sigue siendo mi amiga? ¿Por qué sigo queriendo
tener
su amistad?
Mery,
que parecía no inmutarse tras sus gafas de sol,
respondió:
—Eso
es algo a lo que tú misma tienes que responder. Yo sé
por
qué vosotras sois mis amigas. Nadie me impone nada, yo
elijo
por mí.
Esta
vez fue Rocío la que saltó y, tras sonarse la nariz con un
pañuelo
que le entregó Euge, dijo:
—¡Ah
sí! Pues dime ¿por qué somos tus amigas? Porque, sinceramente,
no
lo sé. —Mery sonrió, para rabia de Rocío, que
continuó—.
Tú y nosotras somos diferentes. Pero no somos distintas
porque
nosotras lo digamos. Aquí la que siempre ha marcado
las
diferencias eres tú. Mírate ahí sentada, escondida tras
tus
carísimas gafas. No podemos ver tus ojos. En cambio, tú a
nosotras
nos ves aquí, delante de ti, tal como somos. Si te parecemos
tan
tontas, simples o poco glamurosas, dime ¿qué haces
aquí?
Todas
miraron a Mery, que continuaba fumando como si
nada.
Sólo tenía veintidós años, y, sin embargo, de ella nunca
surgía
nada que no fuera calculado. No era cándida, como las
demás
chicas, pero aquella tarde por primera vez, se vio sola
frente
a sus amigas. Observó con frialdad cómo ellas se abrazaban
y,
a pesar del dolor que sentía, respondió:
—Porque
os quiero —susurró mientras fumaba como si tal
cosa.
Al
escucharla, Lali abrió los ojos y, moviendo las manos ante
ella,
gritó:
—Prefiero
que me quieras menos, si así me vas a tratar
mejor.
Mery
, quitándose las gafas de sol, dejó al descubierto sus
glaciales
ojos azules y dijo:
—Yo
os quiero. Sé que no soy fácil como persona, pero también
sé
que os quiero mucho. Vosotras sois mi familia. Con mi
madre
hablo cuatro veces al año y con mi padre apenas tengo
relación.
En cambio, vosotras siempre estáis ahí —dijo levantándose
para
ir directa a Rocío—. Perdóname, Rocío. Una vez más,
como
muchas otras, me he pasado contigo.
Rocío,
incapaz de negarle el perdón, sonrió, le dio un beso y
Mery
se volvió hacia Lali.
—Sé
que no te gusta que se mencione el asunto de Edward
—murmuró
Mey a su amiga—. Pero ya sabes que soy una
estúpida
y sólo te puedo pedir perdón una y mil veces.
Lali
asintió y, tras tragar el nudo de emociones que Mery le
provocaba,
dijo:
—No
quiero que vuelvas a hablar del idiota ese.
Mery
asintió y, tras abrazar a su amiga, le susurró al oído:
—Nunca
más lo haré. Te lo prometo, Lali.
Volviéndose
hacia Cande y euge, comentó:
—Discúlpadme
por la cantidad de tonterías que hago o digo
cada
vez que nos vemos. —Las muchachas sonrieron. Sabían del
valor
humano de Mery, a pesar de su frialdad.
Rocío,
para hacer menos trágico el momento, dijo algo para
que
todas se relajaran un poco:
—Desde
luego, miarma, una cosa sabes hacer bien: pedir
perdón.
Todas
sonrieron y volvieron a ser una piña.
—Cuando
se es como yo y se tienen unas amigas como vosotras
—dijo
Mery—, o sabes pedir perdón o no te las mereces.
—Y
poniéndose de nuevo sus gafas de sol dijo—: Quiero contaros
otra
cosa respecto a Bernard. Que sepáis que ha venido a
la
boda porque, oficialmente, se va a divorciar de su mujer.
—¿De
verdad? Pero ¿cuándo? —preguntó Euge.
—Va
a empezar los trámites en cuanto volvamos a Bruselas.
La
semana pasada habló con su suegro, y éste entendió que la
enfermedad
de su hija hace imposible su matrimonio.
—¿Qué
enfermedad tiene? —preguntó Lali.
Mery,
encendiéndose otro cigarro, respondió:
—Por
lo visto comenzó a comportarse de una manera
extraña
hace años, pero como Bernard no vivía con ella, pues no
le
hizo mucho caso. Sin embargo, todo empeoró tras perder el
bebé
que esperaban.
—¿Cuándo
ocurrió eso? No sabía nada —dijo Cande.
Mery,
al ver que todas se miraban buscando información,
aclaró:
—Lo
del bebé fue hace un año. No os lo comenté porque no
era
algo que me hubiera ocurrido a mí. —Las muchachas asintieron
y
ésta continuó—. Tras el aborto, que no ha superado, ha
aflorado
un brote esquizofrénico, que, al parecer, hace que se
vuelva
loca sin ningún motivo. Pero, tras unas pruebas médicas
y
varios estudios, se han dado cuenta que es una enfermedad
hereditaria,
de la familia de su madre. Por lo visto, esa dolencia
se
remonta a muchos años atrás y, por lo general, sólo las
mujeres
de la familia la padecen.
—¡Qué
horror! —susurró Lali.
Mery
asintió y continuó:
—Su
madre se suicidó cuando Priscilla tenía cuatro años.
Hoy
por hoy, Priscilla permanece en casa con una mujer que la
cuida
y le dedica las veinticuatro horas del día, pues no puede
hacer
vida normal.
—¡Pobrecilla!
—exclamó Rocío—. ¿Cuántos años tiene?
—Veintiocho
—respondió Mery, que entendía la pena que
podía
dar un caso así—. Y no creáis que a mí no me da lástima.
Una
cosa es que yo esté enamorada de Bernard y otra muy diferente
que
una pobre mujer de veintiocho años pierda la cabeza
por
una enfermedad hereditaria.
—¡Qué
fuerte! —comentó Euge.
—Entonces…
¿Pronto volveremos a ir de boda? —preguntó
Cande
sonriendo.
—Lo
dudo. Ya sabéis que eso no va conmigo —rió Mery.
—¡Di
que sí! —sonrió Rocío con picardía—. Para qué casarte
con
uno cuando se puede tener a muchos.
—Eh…
ese comentario es más propio de mí que de ti —se
carcajeó
Mery.
—¿Sabéis
lo que decía Mae West referente a los hombres y al
matrimonio?
—preguntó Lali para ver cómo todas negaban con
la
cabeza—. Pues afirmaba que: por qué casarse y hacer sufrir a
un
solo hombre, cuando se podía hacer felices a muchos.
Tras
aquel comentario, Mery empujó a Lali al agua. Pocos
segundos
después, todas estaban en la piscina riendo como las
buenas
amigas que siempre habían sido.
Continuará...
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En el fondo se quieren jaja
Me equivoque, es el el proximo capitulo donde hay laliter sorry
@lalitter08
brava brava es Mery
ResponderEliminarquiero otro capitulo
quiero Laliter
me re ilusione con q en este habia jajaja
besos @ari_stafe
yo re ilucionada que iba a ver laliter jajaja
ResponderEliminarmaaasss me gusto mucho
++++++
ResponderEliminarMás nove por fa!!!!
ResponderEliminarK buena amistad tienen las chicas.
ResponderEliminar